E.

Escúchame. Soy la lluvia al golpear tu ventana

Escúchame. Soy la lluvia al golpear tu ventana. No quería interrumpir  tu  placer de domingo. Pero escúchame por favor porque yo también lo hago. Me cuesta hacerlo, bueno. Pero lo intento. Y no sé por qué no te molesto. Espera… Oigo de fondo la película mala de Antena 3 acompasado por tus movimientos en cama encontrando un hueco en donde refugiar tus sueños. ¡Ah! Y también oigo tus miedos. Vienen y van. Se alejan y vuelven efecto boomerang. Escúchame. No temas. Soy la lluvia al golpear tu ventana. Y quiero saber más de ti. Sí. De ti. Presiento tu cansancio en el cuerpo, vaya. Mis amigos y yo te hicimos correr por el granizado, ¿eh? ¿Pero no estuvo mal, no? Te sentías libre y revoloteabas feliz con tu padre. “Papá, vamos a refugiarnos de la lluvia y llamamos para que nos recojan”, gritaste acompasando tus bocanadas de aire con aquella sonrisa imborrable. Atraviesa un coche por vuestro camino. La lluvia apenas te deja entrever la silueta del vehículo. Saludas al conductor con los brazos en alto sin detener el ritmo. Pisada a pisada más agua te entra por las deportivas y bolsillos. “¡Ay, guárdame el móvil o se morirá ahogado porfa!”. Sois libres. Libres y créeme que se escuchar. No podéis simple y llanamente parar de reír. ¿Vaya momento padre e hija, no? “Sí, ya. No hay dónde esconderse. No pares y corre”, te contesta y al poco añade: “Así sí que merece la pena salir a correr”. Vaya. No sé si disculparme al fin de cuentas por haberte hecho correr bajo la granizada floral. Perdóname. Pero escúchame, por favor, porque yo también lo hago. Escúchame. Soy la lluvia golpear tu ventana. Porque es primavera en Galicia.

Y en abril.

Aguas mil.

É.

Érase una vez

Érase una vez una adolescente enferma. Érase una vez unos padres desesperados. Y érase una vez un médico miserable, pero afamado.

-Necesito quedarme a solas con la paciente. Podéis iros y esperar en la sala de espera.

-Vale.

Y es entonces cuando sus padres atravesaron aquella puerta. Y es entonces cuando él le desabrocha el sujetador “porque era necesario” para “masajear” sus pechos. Y es entonces cuando la besa en la boca. Suave muy suave. Cómo si sus labios fueran de papel. Y es entonces cuando baja su mano por dentro de las bragas pero sin llegar a masturbarla. Ella muda y presa del miedo no hace nada. Siente calor en sus mejillas y la extraña sensación de que es imposible que le esté ocurriendo aquello y que pronto todo volverá a la normalidad. Un golpe de viento azota aquella puerta que los separa del mundo real. Él se sobresalta. Sabe que hace daño. Claro que lo sabe. Pero le da igual. “Sé que nunca dirás nada por tu carácter.”, le dice al oído.

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E.

El café está frío

 

Acerco la taza de café a la comisura de mis labios. Vierto su contenido en mi boca. Saboreo su olor y textura. Cierro los ojos y entonces. Es entonces cuando apareces tú. Dibujo círculos con el dedo alrededor de la taza, apoyada sobre la mesa ya. Inquieto y curioso mi cuerpo se tambalea hacia delante. Mis pensamientos se preguntan quién eres y qué haces por aquí. Pareces forastero. También me pregunto dónde escondes toda esa energía y vitalidad. Cuántas preguntas y cuánta curiosidad retenida ya. Es que menuda sonrisa. Sonríes a años luz. No sé que le preguntas a la camarera, ¡ojala pudiera saberlo! pero parece que te ha convencido de quedarte por aquí. Y no sé porqué de la barra te diriges a tomar asiento a la mesa ubicada enfrente de . ¡Con tantas mesas libres! Y te pides una copa. Cuando es servida sobre tu mesa, tu mirada se posa en la mía. Bebes un sorbo, vuelves a comprobar si he desviado la mirada, y al confirmar tus dudas, vas y te ruborizas.

 

No te engañes.

El alcohol no va a apagar el fuego de tus mejillas.

No te engañes.

El alcohol no va a borrar aquella sonrisa tímida que ni puedes reprimir cuando apartas tu mirada de la mía.

No te engañes.

El alcohol y la alianza no van a ocultar tus mentiras.

No te engañes.

Sobre todo no te engañes.

Y perdona por descolocar tu mundo.

Así de repente.

Tu mundo de agonía perfecta.

No puedo evitar contemplarte.

Y no voy a decir lo siento.

No por esto.

Invocas en mí el placer de soñar despierto.

¿No te das cuenta que somos diferentes a los demás?

Joder.

Deja de fingir.

Y perdona, perdona por no querer dirigirte la palabra.

Al fin y al cabo es lo que me gusta de las relaciones.

No intervenir. No intermediar.

¿Acaso te van a llamar maricón de mierda por mirarme?

¿Acaso a mí?  

 

Me gusta tu pelo. Es rubio. Pareces de Europa del norte. Es más. Lo eres, seguro. Me parece que me lees los pensamientos a través de mis ojos porque me sonríes. Estás de postal. Y me llenas el alma y tengo ganas de reír sin aparente razón. No sé por qué no puedo avergonzarme ni lo más mínimo de no querer apartar mi atención plena en ti. Cuánta belleza hay en el mundo. Joder. Me gusta cómo te ruborizas entre nuestros silencios compartidos como de un clímax se tratase. Hay tanta paz. Tanto que contemplar y compartir. Pareces dispuesto a hablarme. Te sudan las manos. Miras hacia los lados. Y me pregunto, si vas a tomar el primer paso y el comienzo de nuestras vidas. Mi corazón canta. Y mi alma se agita. De repente, alguien te llama al móvil. Te pones nervioso y bebes rápido tu copa. Ves el reloj. Dejas el dinero encima de la cuenta sin importarte el cambio. Recoges tu maletín apresuradamente y cuando vas a abrir la puerta para irte y no volver jamás, vas y te despides girándote con esa cara de querer detener el mundo y quedarte aquí conmigo. Mirándonos hasta comernos las entrañas y descifrar los secretos del mundo juntos. Pero es entonces, cuando cruzas esa puerta y continúas tu vida.

Tu dulce mentira.

Sin mis miradas.

Sin nuestro silencio.

Sin nuestro deseo.

Sin nuestra única oportunidad de conocernos y ver si ser feliz no es tan solo una ilusión marcada por nuestra puta sociedad. Acerco la taza de café a la comisura de mis labios. Vierto su contenido en mi boca.

Está sin sustancia.

Sin textura.

 

El café está frío.

 

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