N.

No hay trankimazin que lo alivie

Rajoy, con su cabeza bien colocada y mullida sobre la almohada, cierra los ojos pero no duerme. Está esperando el puñetazo proclamado. Y cuando siente que se aproximan los nudillos del chaval a su cara, simula en su mente que en tres ovejas oníricas más, el trankimazin le habrá  hecho efecto y empezará a ahondar dentro un sueño casi e idílicamente profundo. En el fondo lo sabe. El puñetazo no duele. Duele ser presidente en funciones. Y eso, no hay trankimazin que lo alivie.

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R.

Rosa. Rosa chicle fluorescente

Sus yemas acarician el envoltorio con delicadeza. Lo abre con parsimonia. Rosa. Rosa chicle fluorescente. Los rayos de luz caen sobre él como lluvia fina de serpentinas. Imágenes de algodones de azúcar azotan su mente. Fiestas del pueblo. Ambiente carnavalesco. La mano de papá arrugada y áspera contra la suya. Los cabezones. Pis en los pantalones. Imágenes borrosas de una juventud perdida ya.

El pedazo rosado, la píldora de la nostalgia, es introducida en su boca.

 

 

“Clac-clac-clac-clac”. Chirría su mandíbula. “Qué complicado es esto de hacerse mayor”, piensa. Y una voz acude a su cabeza. Es su médico. “Rodrigo no mastique chicle, ¡su artritis en la mandíbula es muy pronunciada ya!” “Estúpidos médicos. Qué sabrán ellos”, piensa.

Juega con su lengua, e inclina sus labios con delicadeza hacia delante en forma de “o”. Un globo va tomando forma intimidando con desprender el ancla que lo ata a la superficie. Sueña con flotar entre algodón de azúcar. La calma impoluta. Rosa. Rosa chicle fluorescente. Los rayos de luz caen sobre él como lluvia fina de serpentinas. Cada vez la burbuja es más amplia, más circular.

Se siente observado. El niño que está sentado en el banco situado enfrente de él lo señala con el dedo índice y tira del vestido de, por su aparente edad y afinidad, su abuela. Habrán ido al parque a pasar la tarde. Eso parece. Nuestras miradas se cruzan. “Qué complicado es parecer que no te está permitido ser libre como cuando eras niño”, piensa. Entonces explota en su cara la pompa de aquel chicle. Y unas manos ásperas le ayudan. En su mente, su padre cobra vida. Ante sus ojos, aquella dulce señora revoloteaba vivaz, preciosa y cercana. “¿Qué podría hacer? ¿Proponerle salir? ¡Sentía cosas que nunca imaginó volver a sentir! ¿Acaso el fuego de la pasión azotaba su viejo y triste cuerpo? ¡Qué complicado es sentirse vivo cuando sólo se espera otro día mediocre sin más!”, pensó.

A.

Ana

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Un 15 de junio a las 20:15 horas nació Ana. Sería la primera de cuatro hermanos. Dos varones y dos mujeres.
Yo nacería años después. Ana me cuidaba, me paseaba por el pueblo…. Tanto tiempo pasábamos juntas que por diversión la llamé en una ocasión “Mamá” ¿El resultado? Que las señoras del pueblo se escandalizaran “Tan joven y con una hija”.
Pues sí. Una fresca Ana. Una fresca.
En mi adolescencia Ana vino a buscarme al colegio durante una temporada con su SEAT Ibiza blanco y el CD de Cranberries siempre sonando una y otra vez como banda sonora de nuestras vidas. Bajábamos las ventanillas y cantábamos juntas. Los chicos se quedaban mirándole. De vez en cuando los mayores del colegio me preguntaban por ella. Para que ocultarlo. Yo siempre me sonrojaba.
Bebí de mis primeras copas con ella. “ Santa Teresa con Coca-cola, por favor.” en un bar jugando al Trivial “ Beatriz tu el vaso menos cargado”. Fue entonces, cuando le llamaron la atención sus amigas y jamás volvió a ejercer como una madre para mí. Si no como una buena amiga. Y cómo lo que es: mi hermana.
Ahora que estoy en Valencia aprecio más los pequeños detalles que siempre se saborean mejor: todo lo que he aprendido a través de ella, que somos jóvenes siempre, recordar nuestro viaje juntas en mi nueva ciudad, el apoyo incondicional de una hermana y, sobre todo, que persiga mis sueños y me coma el mundo.
Gracias Ana.

Felicidades ahora sí, de tu hermana pequeña, la pesada que te quiere.

Valencia, 15 de junio de 2015

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