Adriana se pasea entre las sombras de la noche. Sí. Es alta. Muy alta. Tanto que siempre se pone calzado bajo para salir de fiesta. Su paraguas es negro. Y su cara dibuja la tristeza. Sus finos labios juegan a la amargura y sus negros se inundan y flotan como barcos de papel encharcándose poco a poco hasta caer en el olvido. Dice que le han robado. Gesticula poco, sus palabras nacen a partir de ligeros susurros. No entiende por qué la gente es tan mala como para robarle la chaqueta. Su cara es pura, limpia. Transmite sinceridad. Inocencia. Dan ganas de apoyarla y abrazarla. Sus amigos sabrían como ayudarla en un momento así. La llevarían a su piso de estudiante y le pondrían una película en la que el anti-héroe finalmente se llena de gloria. Y entre sueños y utopías se quedaría plácidamente dormida. Pero la calle es fría y llueve. “Ese paraguas no es tuyo”, le dice un desconocido. E incrédula observa el deterioro de su inocencia perdida. Allí presente, estaba su compañera de piso. Había visto a Adriana robar sin necesidad. En un supermercado, en una tienda de ropa, el papel higiénico del bar… Sí. Ella es alta. Muy alta. Pero ágil. Siempre fue deportista. Tiene los sentidos bien despiertos. “Copas de vino y chupitos de tequila para ahogar la vergüenza”, pensó.
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