Invierno de 1945

OLYMPUS DIGITAL CAMERAEstaba haciendo los deberes en mi cuarto cuando, de repente, un objeto golpeó mi ventana.

Era Simón.

-¿Qué estás haciendo?

-¿Tú qué crees, Tom? -me dijo con su sonrisa pícara, sosteniendo nieve entre sus mano- No siempre nieva tanto.

-¡Pero es de noche, y nos pueden castigar!-insistí-. Las normas son las normas. Y más si vives en un orfanato.

-En esta vida hay que asumir riesgos – me clavó su mirada mientras extendía sus manos llenas de nieve hacia mí- Y deben de ser a lo grande.

Siempre hacía caso a Simón. No sabía si era porque carecía de carácter y de personalidad o simplemente porque con él hacía cosas que nunca saldrían por mi propia iniciativa y que eran, eso, arriesgadas e imprevistas.

Como la vida misma.

Mis zapatos estaban desgastados y me entraba agua. No me quejé porque sabía que mi amigo estaba en las mismas circunstancias que las mías.

Corrimos hacía el bosque con los brazos abiertos, como si de aves nos tratásemos. Era muy propio de Simón. Le encantaban los pájaros. Me había contado en una ocasión que era por las alas. Por esa libertad que representan.

-¿Sabes Tomás? -me dijo mientras intentaba encender un cigarro sin éxito.

-¿Sí?

-Al salir de aquí seré piloto de avión.

No quise decirle que eso era muy difícil, que requería de muchos estudios y dinero, dado que en sus ojos se percibía un brillo nostálgico y soñador.

No me sentí culpable ni mentiroso, sino cómplice de aquel silencio que unía nuestra amistad.

 

Invierno 1975

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Mi máquina de escribir dejó de funcionar. Así que  salí a la calle a pesar de la nieve y del frío para llevarla a arreglar.

Me sorprendió observar tanta multitud alrededor del paso a nivel y me acerqué con pequeños pasos, atraído por ese ambiente en el que se respiraba inquietud.

-Disculpe -le dije a un señor corpulento de sombrero, para abrirme paso entre la multitud.

La policía municipal daba órdenes a los civiles para retroceder el paso. El tren estaba parado. Y el conductor estaba hablando con un agente.

Parecía estar interrogándole.

Mi mirada directamente se dirigió hacia un montículo blanco.

No era nieve.

-Disculpe agente.

-¿Sí?

-Soy periodista, ¿puede informarme de los hechos y dejarme pasar, por favor?

Me miró de arriba abajo, un tanto fachendoso antes de darme su permiso entre dientes. Tuve suerte de ir bien vestido, y aun así, el hecho de llevar mi máquina de escribir conmigo, me hizo sentirme ridículo en mayúsculas.

Simón Cano Guerrero dormía en la calle bajo la compañía de una botella de vino que le ayudaba a entrar en calor las noches de invierno.

Apenas recordaba quién era. Y no le importaba.

Todas las mañanas se dirigía a una repostería concreta de la ciudad que le daban unos durillos por tirarles la basura.

El dueño, un día, aprovechándose de la confianza de tantos años, le pidió un favor. Que después de su tarea matutina le comprase en el supermercado un poco de levadura.

Ni corto ni perezoso, este aceptó. Atravesó el paso a nivel, tiró la basura y al notar unas monedas en sus bolsillos fue al estanco a comprarse un cigarrillo.

Se sentó en la entrada de una casa a fumárselo con parsimonia. Como si tuviese la extraña sensación de que el tiempo se hubiese detenido mientras aspiraba el humo de aquel cigarro.

Observó los copos de nieve que caían del cielo y sintió el frío que le recorría el cuerpo tan presente en su vida como lo es una madre en la vida de su hijo.

De su cuerpo se apoderó la nostalgia. De repente le apetecía hablar de la nieve y de las sensaciones y fantasías que tuvo en su infancia.

Pero no tenía a nadie.

Se levantó para cruzar la calle. Mientras caminaba, le iban viniendo imágenes borrosas a la cabeza. Sobre todo el rostro inocente de un niño, pero no recordaba su nombre.

Le dolía la cabeza.

“Mierda, la levadura” -pensó.

Se giró para retroceder y volver por el camino por el que había venido.

Pero, no pudo dar ese paso.

En ese ir y venir el tren se lo había llevado por delante.

Accidente Mortal Ferroviario:

“Un hombre muere arrollado por un tren en el paso a nivel del casco urbano de la ciudad”

Ese fue el título de mi suceso, de mi hueco y colaboración en el periódico en el que trabajaba.

Pero el nudo en el estómago seguía ahí. Tenía la sensación de que crecían unas yedras causantes de esa opresión, de ese dolor angustioso.

No podía dejar de pensar en lo que me habían dicho los testigos: “El tren pitó, nosotros lo avisamos, pero no hizo caso a nadie”

Abrí el baúl de los recuerdos y cogí una vieja fotografía de su interior. En ella se apreciaban dos niños, sonriendo con intensidad y apoyándose los hombros el uno contra el otro.

Una persona ajena, que viera esta fotografía, pensaría que solo se trataba de una historia más de mi vida, una etapa atrapada y congelada con el tiempo.

Era la historia de la superación de mi triste infancia. Aquel niño, situado a mi derecha, había estado ahí. Presente como una brisa fresca. Una brisa esperanzadora, encaminada hacia el futuro y llena de vitalidad.

Sobre la foto se apreciaba como un extraño relieve. Le di la vuelta.

En el reverso había algo escrito.

Querido Tomás,

Te voy a regalar esta fotografía para que no te olvides de mí. Es la única que tenemos juntos.

¿Sabes? A pesar de haber odiado el orfanato, me alegro de que nuestros caminos se cruzasen.

No te olvides de que las alas son para volar.

Tu amigo,

Simón.

 

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