Invierno de 1945
Estaba haciendo los deberes en mi cuarto cuando, de repente, un objeto golpeó mi ventana.
Era Simón.
-¿Qué estás haciendo?
-¿Tú qué crees, Tom? -me dijo con su sonrisa pícara, sosteniendo nieve entre sus mano- No siempre nieva tanto.
-¡Pero es de noche, y nos pueden castigar!-insistí-. Las normas son las normas. Y más si vives en un orfanato.
-En esta vida hay que asumir riesgos – me clavó su mirada mientras extendía sus manos llenas de nieve hacia mí- Y deben de ser a lo grande.
Siempre hacía caso a Simón. No sabía si era porque carecía de carácter y de personalidad o simplemente porque con él hacía cosas que nunca saldrían por mi propia iniciativa y que eran, eso, arriesgadas e imprevistas.
Como la vida misma.
Mis zapatos estaban desgastados y me entraba agua. No me quejé porque sabía que mi amigo estaba en las mismas circunstancias que las mías.
Corrimos hacía el bosque con los brazos abiertos, como si de aves nos tratásemos. Era muy propio de Simón. Le encantaban los pájaros. Me había contado en una ocasión que era por las alas. Por esa libertad que representan.
-¿Sabes Tomás? -me dijo mientras intentaba encender un cigarro sin éxito.
-¿Sí?
-Al salir de aquí seré piloto de avión.
No quise decirle que eso era muy difícil, que requería de muchos estudios y dinero, dado que en sus ojos se percibía un brillo nostálgico y soñador.
No me sentí culpable ni mentiroso, sino cómplice de aquel silencio que unía nuestra amistad.