Bomba
“¡Extra, extra! ¡Una bomba en un coche mata a un hombre del pueblo de Porriño!”
Allí estábamos. Ella y yo, al frente del abismo. Éramos una bomba de reloj a punto de explotar. Sabíamos que lo nuestro era un imposible. Pero estábamos enamorados.
Siempre nos reuníamos en aquel parque. Un tanto arriesgado. Al otro lado de la calle estaban las chabolas, y al otro, la iglesia evangélica. Si nos íbamos más lejos, su madre echaría en falta su ausencia. Sus hermanos volverían de fútbol hambrientos y ella, junto con su madre, se encargaría de llevar a cabo todas las tareas del hogar. Incluida la cena, por supuesto. Ella ya estaba avisada de que no podría volverme a ver. Pero decir un adiós, ¡uf! Eso, era complicado. Son palabras mayores.
Un coche. El ruido de unas ruedas de goma sobre el asfalto. Unas deportivas asomándose por fuera y derrapando contra la tierra mojada.
-¡Johny, pásame eso!- le indica el joven de corta edad al otro, más pequeño todavía. Parece asustado.- ¡Jooohnyyy!
-Voy… Voy…
Este último parece inquieto. Sus movimientos son torpes y sus dedos se entrelazan y se estrujan entre sí. Si hubiera un tomate de por medio, sería ya puré listo para untar. Sus ojos observan cada lado, como el árbitro de un partido de tenis.
-Nos van a pillar…
-No digas tonterías. Esos dos piensan que estoy en el fútbol. Tranquilízate un poco.
-¿Y la policía?
– Tranquilo Johny, de eso se encargan el resto. No me interrumpas más, que esto casi está listo. Ese payo no va a deshonrar, a mi hermana.
Se acercan las siete y media. Las agujas del reloj entran a trabajar.
Su figura a lo lejos se gira y me sonríe. Abro la puerta, tomo asiento y enciendo el motor.
Explosión de sensaciones.
Lo nuestro es imposible, lo sé. Pero estamos enamorados.
San Valentín
Amores platónicos, poemas, amor consumado, felicidad, terrible pendiente y hostia de bruces contra el asfalto.
En la infancia el amor parecía sencillo. Papá y mamá. Tambor, fiel aliado de su colega Bambi, pataleaba al llegar la primavera y encontraba el amor a una décima de segundo; Simba y Nala amigos de la infancia y con su encuentro erótico-festivo rebozándose en el césped; la sirenita y su príncipe azul con una coleta hortera y los pececillos contando “shu-la-la-la” mientras pasean en canoa bajo la tenue luz de las estrellas.
Terrible. Francamente terrible.
A los doce años de edad comencé a coleccionar amores platónicos (no voy a desvelar nada íntimo por el afán de conseguir una entrevista con la prensa rosa). Ninguno correspondido, y los libros de poemas fueron almacenando mi estantería. (En Brico King mis padres comprarían más y más estanterías).
Los poemas, algunos, me consolaban. Sin embargo, otros me hundían en la miseria. Igual que aquellas canciones lentas y ñoñas de rocanrol que me hacían pensar en una figura onírica de aquella persona que me hacía vibrar.
Fue en bachillerato cuando leí en medio de la clase un poema de Pedro Salinas. Hasta la fecha, fue hacia mi último amor platónico. O por lo menos, que me pegara tan fuerte la flecha de Cupido.
El profesor había mandado analizar un poema delante de toda la clase, a quién se atreviera a salir a la pizarra y recitarlo.
Me pareció hecho para mí aquel ejercicio. Aquellos versos prácticamente los sabía recitar de recorrido y su significado evocaba a aquel amor en todo momento. Aquella, era mi historia y aquel poema tenía que ser leído sí o sí. En esto que quieres salir con todas tus fuerzas y ser la escogida para el ejercicio.
En aquellos versos se encontraban aquellas palabras que no me atrevía a decir.
Por supuesto, nadie se percató de aquella arma de doble filo. Ni tan siquiera era mi intención. Pero para mí fue una experiencia mágica.
En definitiva, el amor sabe a muchas cosas: a dolor, a alcohol, a una canción, a una ducha, a nicotina, a un beso o a un café… pero desde luego, no a San Valentín.