Por fin mi dueño podía hacer inventario. Los clientes se habían ido. La desconocida, entre tanto, cruzó el umbral. Subía las escaleras con decisión atraída por el enorme cartel en blanco y negro que indicaba lo siguiente: “Exposición de António Pessoa en la segunda planta”.Al bajar las escaleras saludó a mi dueño; este paró de hacer inventario. “Si me hubiera percatado de tu presencia te hubiera encendido las luces de las escaleras”, le dijo. Ella respondió y retomó su camino por dónde había venido. Cruzó el umbral. “Algún día volveré”, susurró.
Él se detuvo por un instante de su labor: era muy agotador seguir allí escondido entre cuatro paredes. Yo ganaba valor con el paso del tiempo… Pero él… Él no. ¿Su existencia se limitaba a ser mi sirviente y amo a la vez? «¿Cuando volverá? ¿Cuando tenga dinero, quizás? Quizás para aquel entonces yo ya estaré en la tumba”, susurró mi amo cabizbajo.
Dudó por un instante. Continúo trabajando.
Parecía que la soledad lo angustiaba: «¿Hijo mío, qué piensas?», se dirigió a mí. Reflexionó ante su sombría existencia segundos antes de echar el cerrojo a la tienda.