Abuelo y Nieto pasaban horas y horas en el puerto. A Abuelo le gustaba matar las horas observando el vacío del profundo e inmenso mar. Y pensar que quizás algún pescado caería en el anzuelo. “Jesús non pescas para ti nin as mulleres nin os peixes, oh!”, le decía su amigo de tantos años ya. Así que decidió hacer las paces con su hija y pasar más tiempo con su nieto.

 

Abuelo y Nieto pasaban horas y horas en el puerto. A Nieto le gustaba jugar con su pelota de la Champions League. Algún día se llenaría de fama y gloria y sería el pichichi del equipo. Algún día haría virguerías con la pelota y viajaría más que mamá.

A veces intentaba acercarse a Abuelo. Parecía triste y los silencios eran cada vez más largos. Al fin y al cabo, cuantos más cortos más incómodos eran. Aquellos momentos de reflexión y los carraspeos de garganta de Abuelo eran el reflejo de que ambos eran meros desconocidos. Nieto observaba como nadaba un pequeño cangrejo en su cubo de plástico. ¿El recipiente estaba medio lleno o medio vacío? La pequeña criatura nadaba y giraba sobre sí misma medio perdida. Nieto alzó sus ojos hacia Abuelo, pero éste tenía la mirada pendida de la nada, en la distancia.

 

Entonces fue cuando ella se cruzó con su silencio. Era ella. Era la vecina inglesa que veraneaba cada año en el portal 78. Y Abuelo se percató de aquella hechicería que se propagaba por el cuerpo de su nieto. Y él, a su vez, no pudo evitar perderse entre sus largas piernas.

Y entre sus pensamientos.

Y en Abuela y sus largos veranos en la niñez.

Y en el paso del tiempo.

 

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