Tengo tres voces en la cabeza, una dice huye, vete, escapa.

 

Estoy en el recreo. En el patio trasero. El de los pequeños. Claro, sólo tenemos cinco años. Estoy con mis amigas. Una de ellas, Larisa, ha traído el pintalabios de su hermana mayor. Que graciosas son, parece divertido. Yo también lo hago. Mis manos no son tan delicadas y finas como las de ellas.  Y Al pintarme, me salgo de la comisura de los labios. Se ríen, al parecer parezco un payaso como los de la tele. Nos paseamos por el recreo, somos como chicas mayores. Pero los chicos se mofan de mí. Me señalan con el dedo. No entiendo por qué. Es de mala educación.

Tengo tres voces en la cabeza, otra está llena de ira, una voz en tono furioso de alguien que ha sido tratado injustamente, que tiene que defender su verdad para no ser aniquilado.

 

–¡Aaah, Pedro es maricón!

Estoy en el coche con Larisa. Me siento aniquilado, humillado. Tengo mucha ira. Ella no sabe qué hacer, está pálida y le pregunta a su hermano de donde ha sacado eso. Sus padres permanecen callados, y avergonzados. Simón sólo tiene cinco años. Nosotros quince. Dice que se lo ha escuchado decir en el colegio seguro que se lo dijeron. Los que siempre se meten conmigo. Mi ira se convierte en angustia contra mí. Y en silencio, me voy a casa. A estudiar, mientras tanto. Para intentar olvidar, que soy un cobarde.

La otra voz, de las tres que tengo, dice que todo está bien, en calma, como un río hace su cauce. La oigo pero no la escucho, es tan lejana…

 

-¡Enhorabuena Pedro! ¡Matrícula de honor!

Estudio. Y estudio. Mientras leo, las voces no hablan. Mi mente solo oye las palabras que brotan de los libros. Me siento a salvo. La universidad será mi mezquita. Algún día seré alguien importante.

 

Tengo la pistola en la cabeza. Sobre la sien. Estoy en mi despacho. Aparto la cortina. Se asoma una leve luz detrás de las nubes. Roja, cálida. Está anocheciendo. Ya entiendo porque la tercera voz sonaba tan a lo lejos… a lo lejos. No tenía razón. He estudiado, soy alguien más o menos importante. Sin embargo sigue ese vacío en mi interior.

Estoy en mi  clase. ¡Míralos! todos me admiran. Admiran a su profesor de ciencias políticas de la facultad. Hasta viene gente de fuera, de otras aulas y de otros cursos a participar en mis clases. Al parecer les parecen graciosas, originales, satíricas…

–El siglo de Luces nunca existió. Rousseau y demás eran los que tenían las luces en la cabeza. No sé por qué os enseñan mentiras, así va el mundo.

–¿entonces todo lo que hemos aprendido hasta ahora es mentira?

Todos se ríen. Y es entonces cuando dibujo una sonrisa tras la comisura de mis labios.

–No, todo no. Menos sumar y restar.

Quiero acabar con esto, con esas voces.Pero a la vez tengo miedo.

 

Aquella noche Pedro no regresó a su casa. Su mujer se cansó de llamarlo. La cena estaba fría. Igual que su relación en los dos últimos años. Se acostó sobre la cama. Sus manos acariciaban las sabanas donde debía estar el cuerpo de su marido mientras escuchaba el tic-tac del reloj como un golpe incesante e impertinente sobre su sien.

Lo que no supo era que nunca lo volvería a ver.

A la mañana siguiente la policía avisó a Isabel de lo acontecido. Y ésta, incrédula, se derrumbó, desde dentro, hasta romper a llorar. Mientras tanto, en la facultad todos sus alumnos habían ido en traje y corbata para darle una sorpresa a su profesor.

 

Lo que no sabían es que éste no aparecería a despedirse en su última clase.

 

Cinco manzanas más lejos se encontraba un hombre sentado sobre el pavimento de la acera. Abatido. Con el corazón roto reflejado en sus ojos. Un familiar de la mujer del fallecido.Y amante de éste, a su vez.

¡Pobre Pedro Ramilo! ¡Tan atrincherado en su mente que no supo apreciar los pequeños detalles de la vida!

El miedo. La enfermedad del siglo veintiuno.

 

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